Anima Bendita
"Photo Collage Anima Bendita", collection Museum of Contemporary Art De DomijnenPictures don’t only tell the story the photographer may have had in mind. Every photograph rests on a pyramid of images that have preceded it in the eye of the beholder. We narrate to ourselves by visual association. What is new we tame into familiarity through a rapid process which involves the collusion of sight and memory. When I first laid eyes on Diana Blok’s sensory female crucifixion I went weak in the knees. Years ago in a bush hospital along the Kenyan coast south of Mombasa I was recruited to assist in an operation to set the broken thigh of a young black who lay waiting in pain and panic. My job was to hold down both his shoulders. When I saw the doctor manipulate the boy’s leg high through the air, pinwheeling it in a way that all my experience insisted no living leg could move, I promptly sank to the floor. The young woman’s extended arm in Blok’s photo, the torque between breast and elbow, the light-stunned plane of the stretch of her torso instantly revived my wooziness.
Next I had to work my way through comparisons with a series of paintings I have always admired which portray sides of beef hanging from a butcher’s hook. The original, gloomy, by Rembrandt. Then a Soutine, lipstick thick in texture. And a final version, chillingly rendered in swift strokes by Francis Bacon. Slaughter, suspension. The longer I looked, the more of an affinity with the theatricality of Bacon struck me: he sets his subjects, whether man or beast, on a table, perch, chair, bed, the face likely enough a blur, body imprisoned, isolated by scaffolding of one sort or another: a cage, a cube, or a circle, a frame within the frame. And the young woman in Blok’s image flattened against dry, knobby, all but leafless branches – antlers, a brittle candelabra – is surrounded, contained by a frame of fire. At peril buy oddly at ease, eyes closed, head lolling dreamily to one side.
Then finally I suspect my surrender to the image is a response to the visual echo of the central pose: the raised arm of the vulnerable woman reaching into the sunlight overhead, the repetition of the raised arms of the emblematic, manacled soul wrapped in flames. Gesture of supplication, a final appeal. Search for breath. Bold too, the embolism of color so close to the pinioned nude’s heart, the red tablet glowing against the pallor of her rib cage, a drop of flame spilling from a matchhead on to the tinder of the black and white landscape. Penny devotional cards purchased on the steps of a church, Latin-American iconography, the stuff of home altars intruded into a mis-en-scene that, however anchored in flesh, is aloof, refined, almost clinical.
Can she feel the heat? Do we expect her to open her eyes, smell fire, hear crackling as the glossy woods go up in smoke? Or are the flames externalized images of passion already raging inside, is she self-consumed despite the cool, tonal sculpture of her exterior? A log that tapped with a poker will crack open with a lush spray of sparks? How the curves of the picture card flames, the ascending red ripple, the writhing play against the straight lines, the black branches, the angularity of the camerawork.
The drama of Anima Bendita emerges as one of multiple exposures: flesh to air, film to light, coolness to heat, art to popular religious presentation. There is something terribly inside-out about it all. And the ragged border of overlapping cards, the stuttering image in which the flames cloak their victim in modesty: they fearfully evoke our own desperate losing games of solitaire, played on in amatory loneliness.
Don Bloch
American author of non-fiction, poetry and various novelsFor Spanish translation, scroll down
Anima Bendita
Las fotos no cuentan solamente la historia que el fotógrafo pudo haber tenido en mente. Cada fotografía descansa sobre una pirámide de imágenes que la han precedido en el ojo del espectador. Nos narramos a nosotros mismos por asociación visual. Lo desconocido lo transormamos a lo familiar a través de un proceso rapido que implica la colusión de la vista y la memoria. La primera vez que puse ojos en la crucifixión femenina sensorial de Diana Blok senti debilitar mis rodillas.Hace años, en un hospital de la costa de Kenia, al sur de Mombasa, fui reclutado para ayudar en una operación para re-colocar la pierna quebrada de un joven negro que esperaba con dolor y pánico. Mi trabajo era sostenerle los hombros. Cuando vi al médico manipular la pierna del chico en alto por el aire, moviéndolo de tal forma, que todo mi conocimento insistía en que ninguna pierna viva podía moverse asi, y rápidamente caí al suelo.
El brazo extendido de la joven en la foto de Blok, el torque entre el pecho y el codo, el plano aturdido por la luz del tramo de su torso revivió instantáneamente mi aturdimiento.
A continuación, tuve que comparar este trabajo con una serie de pinturas que siempre he admirado, que muestran los lados de la carne de vacuno colgando de un gancho en la carniceria. El original, sombrío, de Rembrandt. Luego un Soutine, lápiz labial de textura gruesa. Y una versión final, transmitida de forma escalofriante en toques rápidos por Francis Bacon. Matanza, suspensión. Cuanto más miraba, más me afinaba la afinidad con la teatralidad de Bacon: coloca a sus sujetos, ya sea hombre o bestia, sobre una mesa, silla o cama, la cara probablemente bastante borrosa, cuerpo preso, aislado por andamios de algun tipo: una jaula, un cubo o un círculo, un marco dentro del marco. Y la joven a la imagen de Blok aplastada contra ramas secas, nudosas, casi sin hojas (un candelabro frágil) está rodeada, contenida por un marco de fuego. En peligro, pareciendo extrañamente a gusto, los ojos cerrados, la cabeza colgando soñadoramente a un lado. Luego, finalmente, sospecho que mi entrega a la imagen es una respuesta al eco visual de la pose central: el brazo levantado de la mujer vulnerable que alcanza la luz del sol en lo alto, la repetición de los brazos levantados del alma emblemática envuelta en llamas. Gesto de súplica, un recurso final.
Busca la respiración. También en negrilla, la embolia de color tan cerca del corazón del desnudo colgado, la tableta roja brillando contra la palidez de su caja torácica, una gota de llama derramada desde una cabeza de fósforo hasta la yesca del paisaje en blanco y negro. Cartitas devocionales compradas en los escalones de una iglesia, iconografía latinoamericana, la materia de los altares del hogar se entrometieron en una escena errónea que, sin embargo anclada en la carne, es distante, refinada, casi clínica. ¿Puede ella sentir el calor? ¿Esperamos que abra los ojos, huela fuego, oiga crujidos cuando el bosque brillante se convierte en humo? ¿O es que las llamas son imágenes exteriorizadas de la pasión que ya están en su interior? ¿Se consume sola a pesar de la escultura tonal y fresca de su exterior? ¿Un tronco que se golpea con un póker se abrirá con un rociado de chispas? Cómo las curvas de la tarjeta ilustrada se inflaman, la ondulación roja ascendente, el retorcimiento juegan contra las líneas rectas, las ramas negras, la angularidad del trabajo de la cámara.
El drama de Anima Bendita surge como una de las múltiples exposiciones: carne al aire, película a la luz, frialdad al calor, arte a la popular presentación religiosa. Hay algo terriblemente al revés en todo esto. Y el borde irregular de las tarjetas que se superponen, la tartamudez en la que las llamas envuelven a su víctima con modestia: evocan temerosamente nuestros propios juegos de solitario, perdidos desesperados, jugados en la soledad amatoria.
Don Bloch
Amsterdam 1991Don Bloch nacido en Nueva York, es autor de ocho novelas y poesia.